
Llegué a Tánger el día anterior con una mochila cargada de prejuicios y miedo. Las horas mirando videos o leyendo artículos en internet sobre cómo viajar a Marruecos siendo mujer no lograban darme la calma que buscaba. Mi espejo perdió la cuenta de la cantidad de veces que armé y desarmé el equipaje, dudando de cada prenda.
Sentada ahora en la pequeña —pero pintoresca— terraza del hostel, espero mi desayuno.
Mi pareja decidió quedarse durmiendo, mi ansiedad por estar en un lugar nuevo no me permite tal nivel de descanso. Le dejé un mensaje: «voy a desayunar y después salgo un rato a caminar, para las doce estoy de vuelta».
Tengo el hostel marcado en el mapa y creo recordar el camino, pero las medinas son un laberinto y todas las callejuelas parecen iguales. No tengo miedo a perderme.
Una señora me hace señas desde la cocina; mi desayuno está listo. Tomo mi bandeja y el aroma me obliga a sonreír. Huevos, pan, queso, frutas y té. Vuelvo a mi rincón de la terraza donde encontré una mesa vacía y algunas sillas.
Una no espera que sucedan muchas cosas interesantes o disruptivas en su primer día de viaje. En ese momento, rompiendo el huevo duro sola en la mesa, no pensé que la muchacha que preguntaba si podía desayunar conmigo fuera a cambiar el transcurso de mi vida.
La mujer sin casa ni dirección…



Alemana, de unos treinta y cinco años, piel morena y ojos verdes. Contaba sus planes del día y disparaba preguntas con una comodidad que me hacía cuestionarme, ¿nos conocíamos de antes? Hace doce años que vive viajando, así, sin casa ni dirección; sus dos mochilas, una computadora y esa sed de más. Vivió en Tacuarembó no recuerdo si uno o tres meses. Masticaba la manzana mientras me contaba de la señora que la hospedó gratis allí hace unos ocho años atrás. Entre sorbos de té intercambiamos nuestros usuarios de Instagram y, tan fugaz como vino, desapareció de la terraza.
Caminé perdida por la medina, con su historia y su forma de vida haciendo eco en mi cerebro. En cada esquina que crucé me di un motivo diferente por el cual yo no podía llevar la misma vida que ella. Pasé unos cuarenta minutos deambulando entre adoquines e ideas raras, hasta que, por fin, llegué a la costa.
Yo: turista



Ya me había convencido: esa vida en dos mochilas no era para mí. A mí me gusta ser turista: la foto, el tour, los paisajes, y a mi casa. Me gusta esto de tener un trabajo y cobrar lo mismo todos los meses. Tomarme el 151 a las ocho de la mañana y hacer trasbordo en el Palacio Legislativo. Me gusta mi carrera y ver a mis amigas todas las semanas. Yo: turista.
De vuelta hacia el hostel —y como era de esperar— me perdí. Caminé en círculos por la medina bajo la lluvia, los comercios, en su mayoría, aún permanecían cerrados. Afuera de uno de los pocos locales abiertos había un señor sentado en su silla de madera.
La pashmina violeta

Era mi primer día en Marruecos, yo era una presa fácil para ese hábil vendedor y —sin darme cuenta cómo o cuándo— me encontré envuelta en el arte del regateo y la negociación. Yo quería una de sus pashminas, y él sacar el mayor número posible a la venta.
Para generar un lazo emocional y generar en el cliente la sensación de culpa si se van con las manos vacías, los vendedores charlan. Charlamos de Uruguay, en español, de Cavani, de Suárez, del mundial. Charlamos y negociamos hasta que me pareció que el precio era justo. Faltaba que caminara por la misma medina de Tánger con los comercios ya abiertos para darme cuenta que había pagado el doble del precio que en la mayoría de los otros comercios.
Tendría que haberlo sabido en ese momento. La chica alemana que había visitado Uruguay y vivido en Tacuarembó había despertado en mí la misma enfermedad. Mi souvenir ya no era la pashmina, era el grito de «¡Amiga! ¡Hola, amiga!» cada vez que pasaba junto a la tiendita.
